El día a día de una novelista
Cuento incluido en El día a día de una novelista.
Vista desde la
Luna, la Tierra era el más hermoso objeto colgante que un terrestre pudiese
contemplar. Todo cuanto los antiguos poetas habían escrito llevados de lírico
arrebato —esas lámparas del cielo que son las estrellas, la luna, iridiscente
perla sin mácula— se quedaba corto ante la realidad: un planeta azul, inmenso,
flotando sobre el horizonte contra un cielo negro y ofreciéndose como
desorbitado blanco a los dardos inclementes del sol. Un planeta azul y siena,
que las gigantescas nubes empañaban de vez en cuando.
Ese era su
planeta, su mundo natal, en donde él había nacido hacía 25 años, le habían
educado, y había crecido hasta convertirse en lo que actualmente era, en la
complicada acepción que le designaba como científico astronauta, militar y
colonizador, nada demasiado absurdo ni fantástico en las casi postrimerías del
siglo XXI.
Contemplando
nostálgico la omnipresente Tierra, Gea, Gaia, o como se la quisiera denominar,
una Tierra del alba o una Tierra vespertina, el astronauta no dejaba de
sentirse desarraigado, brutalmente extraído del útero materno, —¿cesárea,
aborto?—, y eso empezaba a inquietarle; un extraño en un frío y muerto
satélite, blanco como la nieve, blanco como los sudarios, luna picada por la
viruela de incontables cráteres, faz grotesca tal cual la retrató el cineasta
Mélies en los albores del siglo XX.
Allí no había
nada, ni tampoco ninguna otra presencia humana fuera de la de él mismo, y
semejante estado de cosas duraba ya desde hacía seis meses terrestres.
Le habían
seleccionado para la misión en vista de que su currículum le convertía en el
más idóneo de entre cuantos aguardaban turno en la lista de suplentes, y lo
cierto es que no abundaban esos suplentes, al menos poseedores de unas
características tan acusadas de amor al aislamiento y la soledad, ya que por
regla general bastaba con el sentido del deber para que cualquier astronauta
fuese apto para el tipo de misión que se le encomendaba... O al menos eso era
en teoría, ya que la práctica, como todas las cosas que necesitan comprobación,
se demostraba llevándola a cabo.
Una base
solitaria en la Luna, —cuya misión consistía en observar... lo inobservable,
porque allí nunca pasaba nada— era capaz de atacar el sistema nervioso más
templado, lo cual ya había sucedido con anterioridad durante dos años
consecutivos. Los mejores astronautas concluyeron arrojando la toalla, y no por
propia voluntad; la locura se había ido apoderando de ellos, con el resultado
de malograr el plazo de doce meses otorgado a aquel programa científico, que
hubo de repetirse de nuevo, prolongando la experiencia y el tiempo.
Un segundo año
de prueba, nuevos astronautas, verdadera élite de escogidos, y otra vez el
fracaso, la demencia. El asunto no podía ser más descorazonador e
incomprensible. En total ocho hombretones cualificadísimos, coeficiente
intelectual de lo más elevado, nervios de acero, el suficiente talento
científico como para imponerse sobre cualquier debilidad de tipo emocional, y
miren ustedes por donde, uno tras otro fueron derrumbándose igual que los
árboles bajo el hacha.
Los psicólogos
que estaban adscritos al proyecto, no entendían nada, y todos se defendieron de
las acusaciones, antes de su defenestración laboral, aduciendo que la mente
humana es mucho más compleja de lo que a primera vista le pueda incluso parecer
a un investigador avezado. Mas la respuesta no satisfizo a nadie aunque tampoco
despejó las tinieblas del caso.
Los ocho
astronautas destinados a ejercer su trabajo de observación selenita, habían
fracasado incomprensiblemente a pesar de todos los adiestramientos llevados a
cabo, y eso, para la Confederación Mundial de los Cinco Continentes, constituía
toda una afrenta de difícil olvido.
Esta fue la
causa por la cual cambiaran el organigrama de la operación, y de cuatro hombres
en un año, redujeran el número a uno solo; de cuatro hombres felizmente
casados, eligieran a uno soltero, y de esos cuatro, convertidos en un total de
ocho, experimentados astronautas, incluso héroes, individuos disciplinados,
bien programados, modelos a seguir, ejemplos vivientes, personas equilibradas y
sociables de mediana edad, resolvieron enviar a la Luna al más joven de la
reserva, un muchacho con excelente puntuación astronáutica eso sí, pero también
el más introvertido e insociable de todos. Alguien a quien pese a su juventud,
le gustaba estar solo y únicamente aceptaba relacionarse con sus semejantes,
siempre superiores, por motivos laborales. Todo lo cual, en su momento, le
había convertido en el cobaya preferido para cualquier experimento que
requiriese unas condiciones que en su hoja secreta de servicio, se calificaban
de “especiales”.
Primogénito de
una familia numerosa, gracias al programa habitual de fertilización que lograse
un segundo parto de oncellizos, su juego favorito en la niñez había consistido
en encerrarse dentro de los estrechos límites de un armario de pared, en donde
solía permanecer mudo y a oscuras hasta que le descubrían, juego que lo único
que le reportó a la larga, llegado el momento de iniciar estudios superiores,
fue el de que los psicólogos le declarasen totalmente apto para la profesión de
astronauta. Su amor por la soledad, que en otros tiempos y circunstancias
hubiera resultado patológico, a un paso del siglo XXII, devenía perfecto.
Mandarle, pues,
a nuestro satélite, allí donde ocho habían fracasado no resultaba después de
todo un gesto desesperado, más bien era una apuesta en la que no se perdía
absolutamente nada, significando, por otra parte, un nuevo experimento, al que
rebautizaron adecuadamente bajo el nombre de Operación Crusoe, y aun
hubo científico de laboratorio, o sea, burócrata, que bromeó añadiendo:
—A ver si hay
suerte y encuentra a Viernes.
En el bien
entendido que Viernes, simbolizaba en esta ocasión lo inobservable, causa y
motivo de que aquel programa con base lunar, se hubiese puesto en marcha.
Y ahí estaba el
alevín de astronauta desde hacía sus buenos seis meses, viviendo como un
náufrago, o un ermitaño, en la soledad blanca y negra de un satélite muerto
llamado Luna.
Los primeros
tres meses de residencia experimental se deslizaron como la proverbial seda. El
joven realizaba las tareas asignadas metódicamente, con la frialdad y el
objetivismo inherentes a cualquier investigador, y, lo más satisfactorio es que
no daba muestras de ningún tipo de estrés ni paranoia.
Sin embargo,
cuando se cumplían los cuatro meses y dos semanas de su estancia allí,
sorprendió inesperadamente al Centro de Seguimiento Terrestre, con esta
petición un tanto insólita viniendo de él, individuo cuyo coeficiente le
autorizaba a otro tipo de esparcimientos mucho menos frívolos: el astronauta
solicitaba de la central terrestre que le enviasen un juego de parchís.
Sumamente
extrañados, los científicos le preguntaron si no preferiría mejor un juego de
ajedrez, a lo que el otro respondió escuetamente que lo que deseaba era
color.
¿Color?,
repitieron boquiabiertos los estudiosos mirándose los unos a los otros sin
comprender. ¿Acaso no había suficiente color en la base lunar?, ¿y las
conexiones por medio de Internet Espacial? Esta fue la pregunta tímida y
cautelosa que le hicieron como el anzuelo cebado que se arroja al pez para que
muerda. Tal vez la petición iba a descubrirles cosas muy interesantes.
El joven
astronauta repuso con su habitual voz desprovista de emociones:
—En Selene 1 no
hay color: en la base todo es blanco y negro y las retransmisiones que llegan
desde Internet Espacial, por causa de alguna avería no detectada, salen en los
monitores en blanco y negro.
Los científicos
terrestres volvieron a mirarse los unos a los otros preguntándose sin palabras,
que qué era lo que estaba sucediendo allá arriba, y uno de ellos, el más viejo,
eminencia gris del proyecto, después de toser y carraspear ligeramente, dijo
con una sonrisita de conejo, mítico animal ya extinguido:
—Bueno...
Nosotros pensamos que el colorido había que descartarlo... Era una cuestión de
contrastes, el blanco y negro lunares, podía tornarse doloroso al recuerdo si
se confrontaba con el rojo, el verde, amarillo, azul... Bueno, y el resto de
los colores del espectro... Por eso los omitimos deliberadamente, así como las
transmisiones en color de Internet Espacial... Creímos, supusimos, vaya, que
era lo mejor que podía hacerse...
Un silencio muy
humano, los aparatos seguían con sus chasquidos, pitidos y bips intermitentes,
planeó sobre la sala de controles.
Por fin,
alguien habló, el doctor Gustavsson, un joven talento de 40 años famoso por su
iniciativa, y sus palabras tuvieron ecos salomónicos:
—Si el chico
quiere un parchís, pues tendrá ese parchís. Pero antes, dando muestras de una
gran psicología, tuvo la delicadeza de preguntarle si no preferiría mejor jugar
a través de Internet, y la respuesta fue un lacónico:
—Lo quiero
táctil.
En vista de lo
cual, se dieron las órdenes pertinentes y en una cápsula-correo teledirigida
fue catapultado hacia la Luna el juego de parchís.
Después
silencio, tranquilidad, el astronauta se quedó sin palabras, en el buen sentido
de la frase, ya que no volvió a exteriorizar peticiones ilógicas y su
rendimiento siguió siendo perfecto; regularmente enviaba los informes que se
esperaban de él y nadie tenía motivos de queja, ni el Robinson lunar, ni el
personal científico de la central terrestre. Ahora bien, los informes eran de una
monotonía aburridísima y, encima, no aportaban nada nuevo al programa de
investigación, porque vida, lo que se dice vida, ni autóctona ni en tránsito,
daba muestras de existir en nuestro satélite, y entonces los gobiernos que
patrocinaban la aventura, empezaron a cuestionarse si no era ya llegado el
momento de darla por terminada porque costaba una trillonada y los resultados
no eran precisamente muy satisfactorios que digamos.
Pero entre unas
cosas y otras, nuestro astronauta ya había cumplido los seis primeros meses de
estancia en la Luna y continuaba con su vida de soledad y rutina, efectuando
itinerarios de reconocimiento con el jeep espacial, haciendo fotos y
paseando, entre saltos espasmódicos, por los alrededores de la cúpula de acero
transparente que, a imitación de la capa de ozono, cubría el territorio de la
base científico-militar, por supuesto subterránea. Cúpula que más recordaba un
invernadero, y bajo la cual el joven podía vestir cómodamente, libre del casco
y las pesadas ropas, disfrutando de un hábitat por entero terrícola —gravedad,
etc., etc.—, mientras respiraba a sus anchas el rico oxígeno que bombeaban los
ingenios tecnológicos instalados al efecto. También disponía de una pieza
individual de tabiques opacos, que le servía de dormitorio, incluida cabina de
ducha, y en la que se agrupaban disciplinadamente cuatro literas, relegadas
tres de ellas ahora al mero oficio de estanterías. Fuera de este símil de
hogar, pero bajo de la cúpula, en lo que, en un alarde de imaginación
denominaríamos el porche, aparte de un conglomerado de aparatos más o menos
complejos, había una mesa y unas sillas de plástico negro y, encima de la mesa,
muy bien puesto en su centro, podía verse colocado un parchís con sus ángulos
dos a dos, rojo, verde, amarillo y azul, los cubiletes a juego junto a cada
circunferencia, y las redondeadas fichas como pastillas planas de vivos
colorines, situadas en avanzadilla de juego dispersas por todos los casilleros.
Cuando el
astronauta no trabajaba en su misión, solía tomar asiento frente a la mesa y
enfrascarse en el parchís avanzando y contraatacándose; aquello le divertía
poniéndole de buen humor ya que desplegaba toda su inventiva en una estrategia
verdaderamente complicada, y además, llena de color, pero cuando, alzando la vista
al negro cielo, la faz de su Tierra natal le recordaba que era un intruso en un
mundo extraño, o bien durante la jornada, miraba a hurtadillas el blanco suelo
lunar, cegador bajo la luz de un sol infernal, entonces... Entonces, nada
podían el rojo, el verde, el azul y el amarillo, ni los cubiletes de reluciente
esmalte, y se preguntaba filosófico, cual es el exacto precio que cada hombre
ha de pagar por su soledad.
Un día sucedió
algo que vino a romper la monotonía de las horas siempre iguales, aunque sería
más apropiado decir cierta mañana, en la que el náufrago selenita, después de
ducharse y cuando disponíase a desayunar unas tabletas de alimento sintetizado,
mientras se acomodaba frente al parchís por enésima vez, descubrió algo que le
hizo preguntarse si “aquello” lo había dejado él así la noche anterior.
Aquello,
consistía ni más ni menos en que las fichas del juego aparecían colocadas
nuevamente sobre el tablero, cosa de todo punto incomprensible ya que él
siempre las guardaba en sus respectivos cubiletes al concluir la última
partida. Pero aún había algo mucho más desconcertante, y es que las fichas no
se hallaban en posición de reposo sino activas cuanto eso significa que daban
la impresión de hallarse en pleno juego.
Él se quedó
pensativo contemplando el parchís mientras estudiaba las jugadas y no tuvo nada
que objetar sobre el desarrollo de la estrategia empleada, sólo quedaba una
pregunta sin respuesta: ¿quiénes eran el otro u otros jugadores?
La siguiente
noche, si por noche conceptuamos unas horas dedicadas al reposo, el astronauta
veló oculto en su cubículo de tabiques opacos, espiando tras un diminuto
orificio practicado al efecto. Mas fue en vano, nadie compareció y por tanto,
las fichas no salieron de sus cubiletes. Decepcionado, se dijo entonces que
“quizás”, “tal vez”, había sido él mismo quien las dejase así el día anterior,
sin duda, alguna conexión terrestre le había retenido en el subterráneo hasta
el punto de hacerle olvidar el juego, eso debía ser, naturalmente.
Aquella jornada
anduvo cansado por no haber dormido, y como a la siguiente noche el agotamiento
le venció de manera absoluta impidiéndole caer en la tentación de volver a su
puesto de observación, nada pudo dilucidar al respecto. Ni a la noche siguiente
ni a la otra, éstas pasadas en tensa espera, que hubo de ser compensada con
unas horas de sueño robadas al estricto programa lunar diurno, para sorpresa de
los científicos quienes desde la base terrestre efectuaban un concienzudo
seguimiento de la existencia del astronauta bajo la cúpula de acero
transparente, subterráneo comprendido, aunque debemos aclarar que esta
vigilancia no llegaba hasta el interior del cubículo de tabiques opacos que
hacía las veces de suite privada.
La quinta noche
volvió a caer dormido y al despertarse, bostezando aún, no se le ocurrió otra
cosa más oportuna que ir a mirar el tablero antes incluso de pasar por la
ducha, y en esta ocasión sí que halló lo que buscaba: la partida estaba a
medias y él no tenía nada que ver en eso.
El resto del
día se lo pasó reflexionando acerca de quién y cómo podía haberlo hecho en el
bien entendido de que allí resultaba de todo punto imposible que nadie más que
él tuviera acceso a la base lunar, ya que el control de las puertas que daban
al exterior era de su única incumbencia, y, por otro lado, y ello resultaba
determinante, allí dentro podía respirarse y fuera no, lo que significaba que
quien se hubiese introducido habría tenido que ir endosando el traje
adecuado... de tratarse de un selenita, porque terrestre era de todo punto
imposible el que lo fuese.
No obstante, transcurrió una larga semana antes de que los desvelos y las cavilaciones del joven astronauta se vieran recompensados con creces; una de aquellas lentas vigilias sin respuesta y cuando ya empezaba a perder la esperanza de encontrar algún tipo de solución al misterio, a través del agujero practicado en el tabique vio, sí, sí, contempló atónito, como los esmaltados y brillantes cubiletes se ponían en movimiento vertiendo las coloridas fichas, agitándose luego con los dados dentro, y, por fin, al soltarlos, fueron las fichas las que moviéronse por el tablero, deslizándose con suavidad de casilla en casilla. La partida había comenzado fantasmagóricamente, sin jugadores, porque allí, allí, no había nadie...
***
La Operación
Crusoe llevó a término con toda felicidad la misión que se le había
encomendado, y al cumplirse los doce meses de aislamiento lunar, el astronauta
regresó a la Tierra según los planes previstos, quedando arriba Selene 1, la base,
cerrada como un cuarto trastero, con sus aparatos, su maquinaria... y el
parchís, a la espera sin fecha, de otras expediciones originadas por nuevos y
diferentes programas de investigación.
En posterior, y
forzosa, rueda de prensa, después de haber pasado por el obligado
interrogatorio al que le sometieron sus superiores y que nada insólito aportó a
un año de informes rutinarios: “¿existe vida inteligente en la Luna?, no, no
existe vida inteligente”, uno de los periodistas le formuló cierta pregunta que
hizo estallar en risas a toda la concurrencia:
—Sabemos de su
afición al parchís allá arriba, ¿son buenos jugadores los lunáticos?
—Puedo
asegurarle que están entre los mejores, aunque verles, lo que se dice verles,
no les haya visto nunca —respondió el astronauta sin variar un ápice la
inexpresividad del semblante, pero dando muestras, con semejante respuesta, de
un inesperado sentido del humor.
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